March 2, 2021
(English translation below, by the author)
Al reflexionar sobre mi práctica, me vienen tres palabras a la mente; apertura, contracción, y frío. Pienso en lo que Sensei nos ha dicho una y otra vez, y en lo que nos ha demostrado sin palabras: que el Aikido nos enseña a abrirnos, a no contraernos al enfrentarnos a circunstancias aparentemente difíciles. Este año trajo consigo el hecho, en apariencia desfavorable, de entrenar al aire libre. Así que al volver a Nueva York después de un periodo de aislamiento en el campo, apenas fui a clase. Pero Sensei, Kate, y otros alumnos del dojo estaban ahí a diario. Bajaron las temperaturas, empezó a arrimarse el invierno, y Sensei seguía ahí fuera entrenando. El ver cómo transformó su enseñanza y transportó su práctica fuera del aula me afectó profundamente. No podría explicar ni calificar cómo he cambiado durante estos últimos meses— pero he podido aprender lo que realmente significa la apertura, y he percibido con claridad ese espíritu feroz que le da la bienvenida a cualquier adversidad.
Mi tía aprendió de su maestro un apodo para la inquietud de la mente humana; “el mono loco.” Aunque lo hace con humor, en realidad lo dice completamente en serio. Yo misma estaba impresionada con el gran trabajo de mi mono loco, con su rún rún rún constante, y en especial con sus teorías y razones dando explicación a porqué no asistir a clase. Contemplaba cuidadosamente cualquier factor que pudiera dificultar mi práctica, muy atenta a todas mis resistencias emocionales y mentales. Por ejemplo, ¿llovía? ¿estaba el cielo muy oscuro? ¿me sentía deprimida, o ansiosa? No llegaba a considerar seriamente que estos mismos hechos pudieran ser una parte esencial del entrenamiento.
Sin embargo, me di cuenta que cuanto más asistía a las clases, cuanto peor el tiempo, más ganas tenía de estar en el parque con Sensei y con el resto de mis compañeros. Sería difícil distinguir el momento preciso en el que di ese giro, en el que pude mandar callar a mi mono. Fue gracias al ejemplo de otras personas, y por eso les estoy infinitamente agradecida. Vi asombrada cómo se derrumbaban mis razones y mis cuentos, mis detallados análisis sobre lo que era capaz o no de hacer. Ahora, cuando el tiempo se pone verdaderamente frío, tengo la sensación de que la oportunidad es mucho mejor; puedo regalarle a mi ser algo bello, algo incluso más hondo a través de mi práctica. Así paso que el otro dia, al final del calentamiento, mientras nos estirabamos abrí los ojos; vi un cielo negro, la nieve caer, y senti la suavidad de los copos sobre mi cara. Me sentí enormemente agradecida de vivir aquel momento tan sencillo y tan pleno, de recibir ese regalo en la quietud.
Después de quince años sin hacer ejercicio, había dado por entendido que simplemente soy una persona a la que no le gusta moverse. Hasta que no empecé a hacer Aikido, no comprendí que mi cuerpo aspiraba a muchísimo más que a ejercitarse. Anhelaba transformación. Cuando empecé en el dojo, me sentía insuficiente e intimidada sobre el tatami. Permitía que se entreponieran todo tipo obstáculos. Estaba dispuesta a subestimarme a mi misma, a mi capacidad de sobrepasar la incomodidad, el dolor, y el cansancio. Esta práctica no solo ha conseguido que supere eso, si no que me ha devuelto mi propio cuerpo, y una alegría física que solo llegué a sentir de niña en mis clases de baile. Me ha demostrado que soy capaz de mucho más de lo que pienso; todos los días veo que tengo la oportunidad de una mayor apertura, de una mayor capacidad.
Sin duda esto se ha visto reflejado en muchos otros aspectos de mi vida, a veces de manera bastante literal, y otras veces de una manera mucho más sutil y hermosa. Hace una semana, soñé que estaba en una enorme playa tropical. El sol pegaba, el mar era de un azul puro y límpido. Pero algo en mi interior sabía con absoluta certeza que ese agua estaba muy, muy fría, y aun así quería lanzarse. Así lo hice sin pensarlo dos veces, y no solo pude nadar sumergida en ese agua congelada— pude respirar en ella. Fue un sueño muy corto, pero al recordarlo esa mañana lo reconocí indudablemente como un sueño de Aikido.
When I reflect on my practice, I think of three words mainly; openness, contraction, and cold. I think about what Sensei has repeatedly told us, and demonstrated to us without words: that Aikido teaches us to open, not to contract, in the face of perceived adversity. This year brought the perceived adversity of training outdoors. So, when I came back to New York City after a period of isolation upstate, I hardly went to class. But Sensei, Kate, and other students from the dojo were there every day. As the temperatures lowered and winter descended, Sensei was still outside, training. I can’t fully explain or qualify how exactly I changed over these past months— but seeing the way Sensei transformed his teaching and took his practice outside moved me deeply. It has taught me the true meaning of openness, and helped me see clearly that fierce spirit which embraces difficulty.
My aunt calls the mind el mono loco, “the crazy monkey” — a term she learned from her teacher. She says it playfully, but she’s really not joking. I was really impressed with the imperious work of my crazy monkey, of her incessant and indistinct chatter when it came to, among other things, why I shouldn’t go to class on a particular day. I gave a lot of attention to my mental and emotional resistances, and I used to generously weigh in factors that I considered might make training more difficult. Was it very dark? Was it raining? Was I anxious, depressed? I hadn’t seriously considered that these conditions could be an integral part of training.
But the more I went to class, and the worse the cold got, the more I wanted to be at the park with Sensei and the other students. I can’t pinpoint the exact moment things tipped in this direction, or when it became easier to tell my monkey to be quiet. I can say that I was led by example and I am so thankful for that. It’s been a humbling, kind of bewildering experience to see my prejudices, my reasons, my stories about what I can and can’t do crumble before me. Now, when the weather conditions are more extreme, I feel like I’m being presented with an even greater opportunity to give my being something rich and beautiful through my practice. Just the other day during our warm up, stretching our heads up I decided to open my eyes, and I saw a black sky and dozens of soft, gentle flakes of snow falling on my face— I was so filled with gratitude to experience a moment as simple and whole as the one I was in.
I never wanted to exercise, and didn’t for about fifteen years— I thought that meant I was a person who just didn’t like to move. I didn’t know until I started Aikido that my body wanted so much more than to exercise. It wanted to grow and to transform meaningfully. When I joined the dojo I felt constantly inadequate, small, and afraid to move on the mat. I let so much get in the way of just even walking out the door. I was so ready to underestimate myself and my ability to surpass discomfort, pain, tiredness. This practice has returned me my body, and a joy I only experienced similarly as a child when I used to dance. It has also single-handedly shown me that I am so much more capable than I think I am, and that I have the opportunity of becoming more capable and more open every day.
This has undeniably bled into many other aspects of my life, sometimes clearly and literally, and at other times in more subtle, wonderful ways. About a week ago, I had a dream that I was on a tropical beach; the ocean was very blue and the sun was blindingly bright and warm. But something inside of me knew with complete certainty that the water was very, very cold, and yet I wanted so badly to jump in. And so I did without hesitation, and not only could I swim with ease submerged in that freezing water— I could even breathe. It was a short, vivid dream, but when I recalled it in the morning I recognized it as nothing other than a dream of Aikido.
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